Es evidente que la forma en que el ser humano piensa de sí mismo ha variado mucho con el tiempo. Por ejemplo, en la época del Renacimiento muchos pintores representaban a bebés como adultos en miniatura. Y de hecho, aún hasta nuestros días, en muchas sociedades se exige a los niños cumplir roles de adultos.
Alrededor de 1680 el filósofo y médico John Locke, considerado uno de los más brillantes pensadores de su tiempo, escribía en sus crónicas que los niños nacían con una mente en blanco y que ésta sólo era moldeada por sus experiencias.
El concepto actual de infancia es una idea relativamente nueva. Fue recién durante la Revolución Industrial cuando se comienza a producir un cambio radical en la niñez. Los niños, que hasta ese momento habían sido aprendices de sus padres y madres en las granjas, se trasladaron a las ciudades y se convirtieron en empleados en las fábricas. Enormes factorías donde se cumplían largas jornadas laborales en pésimas condiciones de trabajo.
Esta situación dio lugar, finalmente, a la idea de que los niños debían ser protegidos mediante leyes de trabajo infantil. Aún así, la idea de que la infancia es una época de inocencia llegó mucho más tarde. Fue el psicólogo estadounidense Stanley Hall, en 1904, el primero en escribir sobre el estrés propio de la infancia y adolescencia.
Es decir, el nacimiento de la infancia y la adolescencia como fenómenos sociales, se produce recién a principios del siglo XX.
Ya en la época de Aristóteles se había observado que los adolescentes tenían comportamientos específicos, por ejemplo, que eran más proclives a conductas impulsivas. Pero sólo hace algunos años, la tecnología ha permitido comprobarlo mediante imágenes cerebrales. Esto nos ha dado la posibilidad de saber definitivamente que un cerebro joven es una entidad única que se caracteriza por su mutabilidad, especialmente en la capacidad de crear nuevas redes neuronales. O sea, el cerebro de un niño o un adolescente no es un cerebro incompleto de un adulto, sino que es algo diferente y único.
Por ejemplo, gracias al escaneo cerebral de niños y adolescentes, ahora se sabe que durante la infancia se va generando un desajuste entre el crecimiento del sistema límbico del cerebro, que es el centro de las emociones y la corteza prefrontal, que controla la lógica y el razonamiento. Esto quiere decir que la parte emocional del cerebro se desarrolla más rápido que la parte lógica. Dicho desajuste tiene su apogeo al final de la adolescencia, lo que explica el comportamiento impulsivo tan típico en esa etapa de la vida.
La cantidad de recientes investigaciones basadas en imágenes cerebrales son fascinantes. Sin dudas que contribuyen a la comprensión del ser humano en las distintas etapas de la vida desde una perspectiva nueva. Pero, ¿podrá la ciencia seguir avanzando en el conocimiento del cerebro adolescente a tal punto de que se pueda, por ejemplo, impedir que los jóvenes tengan tantos accidentes de tráfico? ¿O frenar el hábito por las drogas?
Este tipo de interrogantes, quizás, sean algunos de los retos de la neurociencia en los próximos años.