Lo cierto es que los seres humanos estamos adaptados biológica y psicológicamente a una muy variada gama de relaciones: relaciones de corto y largo plazo, circunstanciales, más comprometidas, menos comprometidas, monogamia, poligamia, etc. Es decir, somos bastante pluralistas a la hora del sexo. Dichas estrategias de apareamiento las elegimos de acuerdo con nuestro género, atractivo físico y las características determinadas por nuestro entorno sociocultural. Esta flexibilidad nos permite una considerable diversidad en las estrategias de apareamiento.
A pesar de ello, al ser seres intensamente sociales y morales, las personas a menudo no nos conformamos con simplemente elegir la estrategia de apareamiento que mejor se adapte a nosotros. Frecuentemente, también tenemos la tendencia a emitir juicios sobre el comportamiento sexual de los demás. En este sentido la promiscuidad ha tenido históricamente una dura desaprobación, algunos lo atribuyen a la influencia de la iglesia que históricamente ha sido una potente promovedora de la moral sexual. Pero explicar la moralidad sólo en términos religiosos sonaría superficial y si queremos analizar esto desde un punto de vista científico, lo más racional sería encontrar una respuesta en nuestra historia evolutiva.
La promiscuidad en nuestra historia
Hace un tiempo, el psicólogo Nicholas Pound de la Universidad Brunel de Londres publicó en la revista "Archives of Sexual Behavior" una teoría basada en conceptos evolutivos de certeza de paternidad e inversión parental. Dichos conceptos se refieren a que en los entornos sociales dónde la mujer es más dependiente económicamente de su pareja, la gente tiende a condenar la promiscuidad con mayor severidad.
En las sociedades dónde las mujeres son más dependientes de los hombres, estos últimos deben proporcionar los recursos para sus hijos (inversión paterna), o sea que tanto madres como padres tienen mayor interés en que los padres puedan identificar a los hijos como propios. La promiscuidad debilita esta certeza de paternidad, por consiguiente, es más condenada en ambientes de mayor dependencia femenina.
Un equipo de la Universidad Brunel puso a prueba esta hipótesis mediante dos estudios paralelos y constató que en las comunidades donde la mujer gana mejores salarios, la actitud hacia la promiscuidad es más relajada. En el otro extremo, se encontró que en los ambientes dónde las mujeres eran más dependientes económicamente, la promiscuidad estaba peor vista.
Según el estudio, esta relación entre la dependencia económica de la mujer y la moral anti promiscuidad se mantuvieron incluso después de incluir otros factores que influyen en la moral sexual, como el conservadurismo político y la religión.
Por otra parte, la actitud hacia la promiscuidad estaba específicamente relacionada con los ingresos de la mujer, no con los ingresos del hombre.
Estas conclusiones nos muestran cómo la gente juzga el comportamiento sexual de los demás en diferentes entornos sociales, en las comunidades donde las mujeres ganan menos, la gente es más hostil hacia comportamientos que son percibidos como promiscuos, como la poligamia, la homosexualidad, etc. En dichos ambientes, muchas personas tienden a pensar que las personas promiscuas merecen cualquier problema que les suceda. Por ejemplo, si se percibe que un embarazo es producto de un comportamiento promiscuo, es probable que se catalogue como un castigo.
Quizás estos resultados expliquen porqué la iglesia tiene una posición tan negativa con respecto a la promiscuidad: porque justamente la iglesia prolifera en ambientes donde existe una alta dependencia económica de la mujer.