Es muy común ver en los dibujos animados que para dirimir un dilema moral se apele a un ángel y a un diablo que posan sobre los hombros del personaje. Obviamente, el ángel le aconsejará tener un comportamiento virtuoso y desinteresado, mientras que el diablo seguramente le sugerirá un comportamiento avaro y egocéntrico.
Pero en realidad, esto no ocurre solamente en los dibujos animados, nuestro cerebro a menudo se enfrenta a esa misma disyuntiva cuando intentamos resolver ciertas cuestiones morales. No en vano estamos programados de esa manera, hay una parte de nosotros que quiere hacer lo mejor para los demás y otra parte que piensa en forma egocéntrica.
Pero ¿por qué? La teoría clásica de la evolución de Darwin, la selección natural, dice que la vida es una lucha por sobrevivir y reproducirse, que los individuos que mejor se adapten a su entorno son los que transmitirán sus genes. Entonces, si todos somos producto de esa selección natural ¿cómo puede ser explicado el altruismo desde la teoría de la evolución?
Es fácil deducir como la supervivencia del más apto nos ha podido programar para ser seres egoístas, por ejemplo, en un ambiente de escasez si yo tengo alimentos y no los comparto con nadie a excepción de mi familia, eso será mejor para mi y mis genes. Debo engañar, mentir, robar, cualquier cosa con tal de salir adelante. Y ciertamente vemos esos rasgos en la conducta humana, pero también vemos gente ayudando a personas que ni siquiera conocen y que no comparten ningún gen.
Grupos, herramientas y fuego
Un cambio fundamental en nuestra evolución ocurrió cuando comenzamos a vivir en grupos. La selección natural indica que los genes que son más ventajosos son los que tienden a propagarse, por tanto, cuando comenzamos a convivir con otros individuos los genes que inducen a la sociabilidad comenzaron a extenderse. Ocurrieron otros dos pasos esenciales: las primeras herramientas y el descubrimiento del fuego, estos dos hitos permitieron a los seres humanos tener una estructura social mucho más integrada ya que nos permitió cohabitar de forma más eficaz, nos dividimos el trabajo más eficientemente, se comía mejor y comenzamos a cuidar los niños de otros individuos, a los enfermos y a los ancianos. Por tanto, nuestra estructura social se hizo más compleja.
Esta estructura compleja se hizo cada vez más entrecruzada, lo que dio forma a un nuevo impulso evolutivo: la selección natural a nivel de grupo. Esto significa que la tribu más apta era la que más probabilidades tenía de sobrevivir, y por tanto, de transmitir sus genes.
Sin embargo, este nuevo paso evolutivo basado en la aptitud del grupo no significó que nuestra naturaleza individualista dejase de evolucionar. A partir de aquí, la condición más ventajosa para transmitir nuestros genes sería ser una persona relativamente egoísta en una tribu altruista.
Por ejemplo, es bueno para el grupo que se comparta la comida entre todos, pero no es bueno para mí si no recibo lo suficiente; es bueno que el grupo tenga individuos que salgan a cazar pero no es bueno para mí si resulto herido o muerto en el intento. Lo interesante aquí es que a través de miles de generaciones fuimos logrando un equilibrio entre el altruismo a nivel grupal y los impulsos individualistas.
Por tanto, durante los últimos cientos de miles de años hemos estado evolucionando en dos formas a la vez: la selección natural grupal que nos ayudó a trabajar a nivel colectivo y la selección natural individual que sentó las bases biológicas de nuestra conducta para tratar de llegar a la cima de la escala social.
Esto lo vemos claramente en las redes cerebrales que controlan nuestra capacidad de interactuar con otras personas, por ejemplo, la corteza prefrontal dorsomedial una zona del cerebro que está estrechamente vinculada con el sistema límbico, nos impulsa a un comportamiento más social y empático. Sin embargo, muy cerca se encuentra la corteza prefrontal dorsolateral que es calculadora e indiferente y nos permite entender y predecir el accionar de otros individuos sin ser conmovidos por aspectos emocionales. Estos sistemas cerebrales son el producto de las fuerzas evolutivas opuestas que nos dieron forma.
Es por ello que la dicotomía entre individualismo y desprendimiento es parte de nuestra identidad, algo que nos hace invariablemente humanos. O sea, la próxima vez que tenga un dilema moral y se le aparezca el ángel altruista y el diablillo egoísta a cada lado, piense en los millones de años de evolución humana que posan sobre sus hombros, por tanto, elija con cuidado.